1. Introducción
En este posteo, analizo sintéticamente la larga evolución histórica del contrato. Parto desde el derecho romano; paso por el derecho intermedio y la edad moderna, y finalizo con la concepción del contrato en la actualidad.
2. Derecho Romano
El contrato sufrió una evolución, en la que cabe distinguir tres etapas:
1) Etapa primitiva o quiritaria
Las obligaciones voluntarias no nacían de un acuerdo, sino del cumplimiento de ciertos ritos específicos (v. gr., el nexum, la sponsio y la stipulatio). Lo que contaba era la forma, no el fondo. O, al menos, no bastaba el fondo sin la forma.
Regía el principio de tipicidad. No cabía hablar de “el” contrato, sino de una diversidad de contratos específicos: no había una concepción unitaria de la figura.
2) Etapa clásica
Se reconoció eficacia vinculante a ciertos acuerdos informales (los contratos consensuales). Previamente, ya se había producido otra fisura importante en el esquema formalista cuando se reconocieron los contratos reales.
Sin embargo, se mantuvieron las líneas fundamentales de la etapa anterior:
— No había una idea genérica de contrato: solo existían los contratos particulares.
— Aún predominaba la forma sobre el fondo.
3) Etapa posclásica
Creció la importancia del acuerdo de voluntades por sobre la forma. Los criterios tradicionales se flexibilizaron o retrocedieron:
— La lista de contratos se fue ampliando.
— Se consolidó la categoría de los contratos consensuales.
— Se admitieron los pactos vestidos.
El derecho justinianeo se alejó, así, de la concepción del contrato como un número limitado de figuras taxativamente establecidas y se acercó a su concepción actual, en la que se lo concibe como un acuerdo de voluntades que genera, por sí solo, obligaciones.
De todos modos, el proceso no se completó. La concepción romana del contrato no es equiparable a la actual, ni siquiera en esta etapa final. Si bien llegó a haber un germen de la concepción moderna, siguió rigiendo, en definitiva, el principio de tipicidad.
3. Derecho intermedio
Persiste la concepción romana del contrato. Se adopta la clasificación cuatripartita —contratos verbales, literales, reales y consensuales— y se reconocen los contratos innominados. Además, subsiste el principio de que el simple acuerdo no puede generar obligaciones.
En suma, la evolución hacia el consensualismo se paralizó o ralentizó durante esta etapa. Esto se explica, en buena medida, por la influencia del derecho germánico.
4. Derecho moderno
Tras una larga evolución, en el derecho moderno se arriba a una concepción unitaria, general y atípica del contrato. Su impronta primitiva es desplazada por el voluntarismo y el consensualismo. Esto es fruto de una triple influencia:
1) el derecho canónico;
2) la lex mercatoria, y
3) el iusnaturalismo racionalista
Sin perjuicio de esta triple influencia, lo decisivo en orden al surgimiento de un nuevo concepto de contrato fueron los cambios sociales y económico propios de esta etapa. El tránsito de un modo de producción agrícola a un modo de producción industrial es el factor clave que explica los cambios que se produjeron en el sistema jurídico, incluido el subsistema contractual.
Este cambio en la concepción del contrato se hizo sentir ya en los siglos XVII y XVIII, y tuvo su epicentro en Francia, de la mano de juristas como Domat y Pothier. El proceso se consolidó con la codificación decimonónica, con el Cód. Civ. francés a la cabeza.
El fenómeno fue impulsado por fuertes cambios ocurridos en la infraestructura económica, que llevaron a una intensificación en las relaciones de intercambio: el advenimiento del capitalismo, la revolución industrial, el pujante avance de la burguesía, etc. Es un tópico reiterado —muy presente en el pensamiento evolucionista, en autores como Spencer y Summer Maine, entre otros— que las sociedades primitivas se basaban en el status, mientras que las sociedades modernas lo hacen en el contrato.
Esta nueva concepción del contrato —culminación de un proceso secular— se asienta en cuatro principios:
1) La libertad de los contratantes
La celebración de un contrato debe ser un acto libre de los contratantes. Solo así se justifica que sea vinculante. En consecuencia, cada persona decide si contrata o no, con quién lo hace y qué contenido tendrá el acuerdo.
Los límites a esta libertad deben ser excepcionales y puramente negativos. No se admiten prescripciones de contenido positivo (v. gr., si se debe contratar, con quién hacerlo o qué contenido debe tener el contrato). En suma: el Estado debe abstenerse de interferir en la libertad de las partes para determinar el contenido del contrato.
2) La igualdad contractual
Con la caída del antiguo régimen, se abolieron los privilegios y garantizó la igualdad de los ciudadanos. Esta igualdad formal garantiza la justicia conmutativa de los contratos. Al haber un acuerdo libre entre partes iguales, la justicia del contrato está garantizada.
3) La fuerza obligatoria del contrato
Por ser fruto de la libre elección entre iguales, el contrato es obligatorio, debe cumplirse. Por ende, a los jueces solo les cabe velar por su cumplimiento: no pueden revisar su contenido.
4) El equilibrio espontáneo del libre mercado
Se impone la teoría de la mano invisible de Adam Smith: las leyes del mercado y el egoísmo individual son el mejor camino para la felicidad, la prosperidad y el bienestar de las naciones. Por lo tanto, el Estado debe abstenerse de interferir en el libre juego de las fuerzas económicas y sociales. Dejar hacer y dejar pasar.
La autonomía privada se erige, así, en el centro del derecho contractual. Solo se la sujeta a límites mínimos, en consonancia con el rol recortado que se atribuye al Estado. Esto va de la mano del reconocimiento de la propiedad privada, sin la cual esa autonomía poco podría hacer. En conjunto, la autonomía de la voluntad y la propiedad privada hacen posible el funcionamiento eficiente de los mercados. Lo que explica que, por lo general, estos derechos estén reconocidos en las constituciones liberales de los siglos XVIII y XIX.
5. Crisis de la concepción moderna del contrato
Esta concepción del contrato entró en crisis. Aunque el fenómeno se hizo sentir desde antes, recién se desplegó en plenitud en el siglo XX. Se comprobó que la igualdad formal no implica igualdad real. En la práctica, el fuerte explota al débil; en más de un caso, la libertad es una ilusión. Las partes no suelen acordar libremente el contenido del acuerdo: el fuerte se lo impone al débil.
Ante esta realidad, el Estado intervino para proteger a la parte débil. Irrumpe, así, el dirigismo contractual. Ante el colapso de la concepción liberal del contrato, el Estado restringió la autonomía privada. La intervención se produjo por varias vías:
— aumento en el número de las normas imperativas y en su intensidad, que impactan sobre aspectos nucleares del régimen tradicional del contrato (la autonomía de la voluntad, al determinar la invalidez de ciertas cláusulas; la fuerza imperativa del contrato, al eximir en ciertos casos del cumplimiento de lo acordado; el efecto relativo del contrato, al ampliar la legitimación pasiva más allá del ámbito subjetivo de las partes, etc.);
— fuertes controles estatales;
— reglamentaciones más detalladas, que predeterminan el contenido básico de algunos contratos;
— posibilidad de someter los contratos a revisión judicial.
Se produjo, así, un avance del derecho público sobre la materia contractual, típicamente privada. La impronta individualista del derecho de los contratos se transformó a partir de los cambios sociales y económicos.
La intervención estatal, que en la concepción liberal era mínima y ex post, se expandió. De este modo, el territorio contractual quedó dividido en dos zonas:
1) Por un lado, la de los contratos celebrados entre partes que gozan de cierta paridad de fuerzas —y, por ende, de relativa autonomía—. En este sector, la intervención estatal, más allá de los cambios lógicos que el tiempo ha producido, se maneja con la lógica tradicional.
2) Por el otro, la de los contratos de consumo y predispuestos. Aquí es donde se hace sentir con más intensidad el cambio de paradigma. La regulación es más intensa, en algunos casos hay una intervención estatal ex ante, se establecen normas protectorias que buscan compensar la desigualdad de fuerzas de los contratantes, se crean organismos de control, se establecen sanciones, etcétera.
Irrumpe, así, el solidarismo jurídico. Su objetivo es que la justicia contractual se haga realidad y no quede como una ficción legislativa. Se habla, también, del “dirigismo contractual”, y la expresión es correcta: en su “nuevo” rol, el Estado “dirige”, en cierto sentido, al contrato, velando por que la libertad de contratar y la contractual se ejerzan regularmente, sin desmadrarse.
Con todo, el contrato sigue siendo el instrumento por excelencia que canaliza la circulación de los bienes y uno de los protagonistas del funcionamiento de los mercados, junto con los derechos de propiedad. Más que una crisis del contrato, entró en crisis la concepción moderna del contrato.
Uno de los cambios más evidentes es el fenómeno de la contratación en masa. Hasta el advenimiento de la revolución industrial, la contratación era, por lo general, personalizada. El contrato era fruto de una negociación previa de las partes. Sin embargo, el modo de producción industrial arrasó a este modo de negociación. La producción de bienes en serie encontró su correlato en la “negociación” igualmente seriada de los contratos. La producción artesanal quedó relegada a un segundo plano por el uso intensivo del capital, la producción en serie, la división del trabajo y la hiperespecialización. Lo mismo ocurrió con la negociación “artesanal” de los contratos. El nuevo modo de producción generó un nuevo sistema de comercialización: el contrato en masa. El contrato se despersonaliza.
Este nuevo contrato tiene un contenido predispuesto y estandarizado. Por lo general, lo predispone el oferente del bien o servicio, y al destinatario de la oferta solo le queda la opción de contratar o no hacerlo, pero, si lo hace, no puede alterar sustancialmente el contenido predispuesto.
Se resiente, así, la libertad de regulación del contenido del contrato, y cruje el dogma de la autonomía de la voluntad. Más allá de su eficiencia económica, esta forma de contratación conlleva un riesgo: que el predisponente abuse del adherente. Este peligro se ha hecho realidad en muchísimos casos.
Entra en crisis, así, otro de los presupuestos de la concepción moderna del contrato: la igualdad. Frente a la igualdad formal que surge de las constituciones y las leyes, hay una profunda asimetría real entre los contratantes.
Ante este cuadro, el Estado no puede quedarse cruzado de brazos. Es imperioso proteger al más débil de la relación contractual: el consumidor. Esto ha generado, a nivel mundial, la consagración de regímenes de defensa del consumidor. También, aunque menor medida, de normas relativas a los contratos celebrados por adhesión o predispuestos. Estos regímenes implican un fuerte recorte a la autonomía de la voluntad en el ámbito contractual.